Alguna vez le dije a mi papá que algo era muy caro y que por eso había decidido no comprarlo. Inmediatamente me dijo “¿Qué es caro y qué no? Caro es lo que no puedes pagar”.
Pero durante toda mi vida profesional he pensado exactamente lo contrario. Estoy convencido de que caro es lo que no quiero pagar. Durante muchos años he visto como personas de diversos niveles socioeconómicos no han reparado en los precios de las cosas que quieren cuando se trata de lo que les mueve emocionalmente. Abonos, pagos chiquitos, meses sin intereses y mercado libre se vuelven excelentes caminos para adquirir satisfactores que queremos tener y no podemos pagar cuando menos de contado.
Marcas de moda, que apelan a la pertenencia a ciertos grupos sociales o que les permiten equipararse a su círculo de amistades, son elegidas con gusto a pesar de que, como productos, no satisfacen una necesidad relevante de las personas que las adquieren. Sin embargo como marcas que se convierten en símbolos de pertenencia sí satisfacen necesidades muy poderosas y que generan enormes motivaciones.
Pensar que los niveles socioeconómicos deben ser el primer criterio cuando analizamos segmentos potenciales de mercado es una estupidez histórica que venimos arrastrando desde el siglo pasado, cuando se pensaba que deberían haber productos diferenciados para la clase baja, media y alta. Como si no hubiera gente rica que compra el papel higiénico más barato o gente de escasos recursos que gusta de apapacharse con productos costosos.
Cuando era muy joven y empezaba a consumir vino de mesa, me encantaba el vino blanco Liebfraumilch que, sin considerar que era el más barato, era el que me gustaba. Sin embargo, cuando lanzamos al mercado Monte Xanic y empecé a aprender un poco de vinos, cambió mi percepción antes que mi gusto. Entonces cuando invitaba a mi casa a alguien que podía conocer de vinos con quien yo quería quedar bien, iba a La Europea o a La Castellana a pedir recomendación. Dejaba mi adorado Liebraumilch guardado y gastaba un dinero que sólo me reportaba el beneficio de no pasar por ignorante, aunque ni siquiera fuera de mi gusto… ¡pero qué enorme beneficio!
Lo único válido cuando pensamos en cómo segmentar los mercados, es analizar la capacidad de nuestra marca (no del producto), de llegar a satisfacer con suficiente intensidad una necesidad relevante en la vida de nuestros consumidores. Eso es lo que determina su valor en la mente de las personas. Por eso los CÓMplices siempre comentamos a quienes depositan su confianza en nosotros que el valor de una marca es directamente proporcional a la diferencia entre el costo de producción y el precio de venta.
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